No se imaginan cómo me gustaría estar presente entre ustedes para poder estrecharlos en un abrazo fraterno. Lo ameritan los doscientos años, la saga de eventos maravillosos por los festejos, el para nada casual hecho de que sea yo un uruguayo, un oriental cisplatino quiero decir, y al fin, por sobre todas estas cosas, lo fundamenta vuestra notable calidad humana. De una u otra manera, por esto y también por lo otro (vuestra ciudadanía natural y vuestra naturalidad cultural proverbialmente argentina), son ustedes los legatarios de aquellos prohombres de la patria. La fiesta es de ustedes pues, y para ustedes, porque ustedes son quienes la merecen. Se la han ganado.
Últimamente he escuchado mucho decir al respecto de lo bien que se estaba en 1910. Por aquellos albores del siglo XX, eran ya la décima economía del mundo; v.gr.: un país casi convertido en potencia mundial. Y esto, dicho como achaque al decurso político y social de todo el siglo que recién pasó; como crítica para nada inocente o desinteresada, como cachetazo ideológico a quienes los gobiernan hoy eventualmente. Y a fuer de serles sincero, yo no estoy tan seguro de la veracidad de esta información historicista. En números puede ser, en frías estadísticas, es probable, pero ... ¿quiénes mudarían de condición?, ¿quiénes estarían dispuestos a renunciar a las leyes cívicas como el voto obligatorio o el voto femenino?, ¿quiénes, a los derechos gremiales, a la ley de ocho horas, a la ley de accidentes laborales, a la ley de vivienda, etc.?
Aquiellos números tan prolíficos no lo serían para los proletarios hambreados y andrajosos, apilados en conventillos obreros sin regulación de la jornada ni del salario ni de las leyes sociales. Aquellos eran los números buenos para una clase dominante oligárquica, terrateniente, aduladora por imitación de todo lo europeo; buenos indicadores para los criollos afortunados que podían ir a estudiar a Roma o a Paris. Pero no eran números para los coyas, para los mapuches, para las miríadas de cabecitas negras, mestizaje variopinto importado al conurbano por Perón.
A Grecia se le pinchó el globito y allá fueron los europeos todos juntos a prestarles muy sendos y pingües dividendos. En 2001 a la Argentina nadie le prestó ni un vintén; y salió igualmente a flote (en términos de contabilidad nacional al menos). De la convertibilidad, del corralito, y antes, de la dictadura militar, no sin antes, ir de perdidoso paseíto a las Falklands. A todo han sobrevivido, de todo han salido sin la ayuda de nadie. No es dato menor ni asunto que deba pasar desapercibido. Por el contrario -hombre, conócete a tí mismo y conocerás al Universo y los dioses-, debiera ser éste el dato más importante para provocar la verdadera unión nacional, el amor patrio por encima de las rencillas partidarias eventuales. Codo con codo, hombro con hombro, argentinos, ¡únanse!
Porque tal vez, sólo quizás, si una crítica pudiera hacérseles hoy -y miren quién la haría además-, es la de un excesivo centrismo unitario. Mucha constitución federal, mucho rosismo atávico todavía, pero verborrágico, retórico nomás. La hidrocefalia porteña (megalocefalia portuaria, hídrica digamos), ha sido, desde el siglo XVIII cuando menos, el más cruel enemigo del crecimiento espiritual argentino.
Por una Argentina federal y americanista, ¡festejen, argentinos, festejen! Mi corazón está con ustedes; hoy, y el 9 de julio del 16, si vivo, también.
Profundo abrazo libertario |